Cada vez se vuelven mas necesarias para mí las escapadas de mi ciudad natal. Si bien el 15 de septiembre no se trató de un puente tal cual, aproveché la fecha -y el fin de semana que se cruzaba con un día inhábil-, para escapar una vez más a la Ciudad de Mexico.
Sabía que habría personas que conozco, que quiero y que son importantes para mí por allá, así que decidí armar una ruta para todos, dejarme guiar por algunas recomendaciones y simplemente fluir.
El día en que llegué tenía que preparar una sorpresa. Y es que el pan, a mi parecer, es una de las mejores formas de decirle algo bonito a alguien sin palabras. Caminé unas cuantas cuadras desde donde me hospedaba hasta llegar a Saint Panadería, ubicada en Benjamin Hill. Ya había probado en otra ocasión su croissant almendrado –hojuelas crujientes con ese toque de mantequilla que abraza el alma-. Esta vez sumé un scone y un biscotti para acompañar mi café de media mañana. Pequeños rituales que hacen mas amable cualquier comienzo.
Mas tarde, la cita era en La Docena. Creo firmemente que sigue y seguirá siendo uno de los mejores lugares para comer con amigos. Tiene buena música, servicio que se disfruta y el ambiente perfecto para alargar la sobremesa.
Como siempre, al centro de la mesa los ostiones -la tradición manda-, pedimos una docena de ostiones al grill con ese sabor acidito que me enloquece, los demás pidieron Rockefeller; yo, en los personal, no soy tan fanática de este plato, pero para quienes los eligieron, fue la mejor entrada para compartir.
La Docena del chef Tomás Bermudez tiene ese algo que pocos lugares logran: entiende lo que el comensal busca. No solo ofrece gran producto y dominio de la técnica, sino una experiencia que combina sabor, energía y hospitalidad. Salir a divertirse, a comer bien y reír sin prisa, fue como terminó esa noche de jueves: ligera y feliz, con la sensación de haber llegado al lugar correcto.
La mañana del viernes me llevaron a desayunar taquitos, como acá en el norte. Con la música y los aromas me transporté a un domingo en Monterrey en casa de la tía Beba esperando el machacado. El lugar: Barbacoa Gonzalitos. Aunque, sinceramente, de “taquitos” no tienen nada; son generosos, bien rellenos, de esos que te hacen pensar dos veces si realmente era buena idea pedir más de dos.
Puedes elegir entre maíz o harina -yo siempre dudo, pero al final suelo caer en la tentación de ambos-. Chicharrón, barbacoa y una preparación de diezmillo fueron los elegidos de la mesa. El aroma a comal y a carne recién guisada, aún estando en exterior se percibía perfecto, y debatirse en la tentación entre agua del día o con una cerveza bien fría, porque así, sin pretensiones se comienza el fin de semana como se debe.
De los tacos deliciosos pasé a los festejos españoles. La comida fue en Castizo, del chef Milu Crespo. Que gran persona: simpático, atento y con esa disposición genuina de quien disfruta ver a la gente feliz alrededor de la mesa. Desde el primer momento se notaba su intención de hacer de aquella comida – que era una celebración- una tarde inolvidable.
Entre risas, brindis y platos que llegaban uno tras otro, el lugar se llenó de repente de una energía festiva, cálida, de esas que te hacen olvidar el tiempo.
Cuando llegamos, ya estaba en la mesa la tradicional tortilla de patatas, croquetas doradas y crujientes. Por supuesto yo no podía dejar de pedir boquerones. Se han convertido en una pequeña obsesión, mía y de mi hijo de siete años. El chef los sirve sobre chips de papa, también pedimos pan tomate, un bocado sencillo pero perfecto. Después llegaron los arroces: uno con tinta, profundo, los comentarios del resto de la mesa fueron muy buenos, seguido de un arroz mas tradicional, cada uno con su propio carácter y memoria.
Para cerrar, una tarta con el nivel perfecto de dulzor, pensada para consentir al cumpleañero y poner el broche de oro a una tarde que se sintió larga, generosa y feliz.
Seguí la noche por mi cuenta. Es bueno también regalarme esos momentos y dirigirme a uno de mis imperdibles en la CDMX, como fan del vermut y la buena música: Oropel. Estoy convencida que la playlist de Oropel siempre es deliciosa.
Pedirle un negroni a Mini Pie, sentarme en la barra y dejar que la conversación fluya con Bogar Adame sobre vermut y vino se ha vuelto un ritual, casi una cita conmigo misma.
Hay algo hipnótico en ese lugar: la luz, el murmullo de las copas, el vaivén de las canciones que parecen elegidas para acompañar mis pensamientos, el ambiente en general. Cada visita me recuerda porque me gusta tanto escapar a esta ciudad.
Podría hacer una segunda parte de un fin de semana patrio donde lo mas mexicano fue la salsa macha sobre mi toast de aguacate, pero que, al final, resume perfectamente lo que amo de este país: la creatividad de quienes cocinan, lo rico y lo diverso que es Mexico, la capacidad infinita de convertir lo cotidiano en una celebración y llenar mis días de primeras veces.
En esta ciudad que siempre se siente como un respiro, confirmé que viajar es también otra forma de volver a uno mismo. Aunque me fui más de un fin de semana, esto no es más que el resumen de dos días que bastaron para recordarme porque cada visita me deja con ganas de volver antes de haberme ido.
Comensal y cronista gastronómica del norte de México, egresada de programas de educación en turismo y en transito con un diplomado en periodismo gastronómico.
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